Cuando me fui de Santa Clara con la resma bajo el brazo, esquivando los charcos infectos del suburbio, no pensé que Lucinda me había regalado, con inocencia, con sabiduría, una posibilidad de existir, de reexistir. Al día siguiente, cuando me puse a escribir, comencé con el tono de siempre, el estilo del señor que a través de solemne notario se comunica con su rey ―que es el estilo frecuente y frecuentado―. No sin trabajo fui rompiendo las frases y los silencios convencionales. Mi brazo y mi mano se resistían. Por fin, ya seguro de que el mío podría ser un libro absolutamente secreto, como lo será, empecé a lograr que la punta de la pluma más o menos calcase la voz interior. Empecé a caer en mí mismo, lo cual no es fácil. Continuamente tuve que repetirme que este libro sería como para ciegos: no había ojos que amenazasen la libertad de expresarme; porque los ojos del otro son el fin de nuestro yo, de nuestra espontaneidad. Así pude ir convenciéndome de que el otro no existiría, al menos hasta mucho tiempo después de mi muerte. Y desemboqué en el lujo de la libertad. Una libertad de papel. Una nueva forma de caminar, de aventurarme por los desiertos, adecuada para el viejo que ya soy.
Abel Posse. El largo atardecer del caminante.